El paseo

Primer relato perteneciente al ciclo Cibercemí por el autor Peter Domínguez.

Ameyro pateaba y se sacudía mientras lo arrastraba por el suelo. Finalmente, dejé que cayera al pie de una mata de mangos y le quité el saco que le cubría la cabeza. Justo como esperaba, intentó luchar conmigo, pero las piernas le fallaron. Su cuerpo estaba marcado por todas las modificaciones que le habían sido arrancadas antes de que dejáramos Atabex. Cuando notó que no podría enfrentarme, y que le sería imposible correr, recostó la cabeza contra el tronco y se dedicó a respirar todo el aire que aquel saco le había impedido durante el recorrido.

—¿Dónde estamos? —gruñó entre bocanadas de oxígeno.
—En alguna parte entre Puerto Plata y Santiago —dije mientras encendí la pipa del tabaco—. Te traje lo más lejos de Atabex que pude para que no se te ocurra volver.
—No vas a detenerme. Es sólo cuestión de tiempo para que averigüe en qué culo de mulo me abandonaste.
—Ciertamente. Más abajo de la colina hay un pequeño pueblo; si tuviera que adivinar… diría que a uno o dos kilómetros. Allá te dirán en qué lugar estás y a dónde ir para empezar el largo camino de regreso. Pero dime algo: ¿qué te espera allá? ¿qué te queda?
—Venganza. Contra Cacimar y todos esos perros traicioneros.
—¡Venganza! ¡Ridículo! Ya no existes Ameyro. No eres nadie.
—Es mi cacicazgo. ¡Mío! ¡Y de nadie más! ¡Moriré diez veces antes de dejarlos en las manos de esas ratas!

Lo pateé en el suelo hasta cansarme. Luego de escupir sangre en mis pies, se limpió el rostro con la mano y se apoyó nuevamente en el tronco para sentarse.

—Los cacicazgos son para los Caciques. No para sicarios como nosotros —le dije en lo que degustaba por fin el tabaco.
—Sabes que me refiero a la calle —respondió aún con el deseo de pelear pero sin las fuerzas para lograrlo.
—Siempre te tuve mucho respeto. Por eso estás aquí y no enterrado bajo las dunas en las afueras de Atabex. Si no fuera por que insistí en encargarme de ti personalmente, los otros te habrían volado los sesos antes de llegar a la salida del domo.
—¿Y qué pretendes? ¿Que olvide? ¿Que deje a mi ciudad atrás y me resigne a vivir la vida de un cobarde escondiéndome entre pieles peladas? Es una deshonra. Mutilas mi cuerpo y me despojas de mi tradición, ¿esperas que te lo agradezca?

Me mantuve en silencio un rato para disfrutar de mi pipa. Hice algunos anillos que se expandían en lo que subían al cielo. Ameyro me acuchillaba con los ojos. Sin los implantes en sus piernas le sería demasiado trabajoso caminar por largos ratos. Necesitaba asegurarme de que regresar le fuese imposible. El jefe fue claro al darme la orden, y le desobedecí. Quiero evitarme problemas para no terminar bajo las dunas.

—Atabex es ahora un cuento de hadas para ti —le comenté retribuyendo sus puñaladas oculares—. Hazte de cuenta que no existe. No quiero verte ni en Santo Domingo, ¿está claro?
Su respuesta se perdió en un murmullo de protesta. Saqué la pistola y le disparé en ambas rodillas. Un alarido agónico había reemplazado sus quejas. Me arrodillé frente a él y me le acerqué a su oído mientras todavía se retorcía de dolor.
—Piénsalo mejor en lo que te recuperas durante los siguientes meses —le susurré con calma—. Si empiezas a arrastrarte desde ahora llegarás antes del anochecer.

De camino al deslizador, me detuve un momento para verlo gatear por el suelo con dirección hacia el pueblito. «Le tomará tiempo, pero se acostumbrará» pensé intentando convencerme a mí mismo de que esto no me traería problemas en el futuro.

Surcaba los cielos en mi vehículo, pero mi mente volaba más alto aún; no podía dejar de pensar en que Ameyro era de la vieja escuela. Su rostro estaba pintado de esa ilusoria determinación que llevan a las personas a luchar o morir. Mi apuesta era que la vida en estos lares le suavizase ese fervor a medida que pase el tiempo. Tal vez la costumbre, el amor, la familiaridad…

Ya caída la noche, las luces de Santo Domingo invadían el parabrisas del deslizador. Decidí hacer una parada por la capital para visitar a la comadre. Era una mujer cuarentona que era la hija de un tecnotaíno y una prostituta de San Francisco. Nunca había estado en Atabex y era de piel pelada, pero la falta de implantes no le sentaba mal. Se había casado con un hombre treinta años mayor que ella, que se encontraba postrado en cama. Se dedicó a atenderle durante su enfermedad con el propósito de heredar sus bienes de su tiempo como mercader: un apartamento en Los Mina y unas cuantas bancas de apuestas en distintos sitios de Santo Domingo Este. Aunque no lo pareciera, lo quería mucho; no como amante, pero así como un sobrino quiere a un tío. Con todo el trabajo que pasa cuidándolo, nadie podría negar que se merece aquel dinero el día que fallezca.

La comadre y yo sólo eramos amigos, pero de vez en cuando nos visitábamos en una cabaña. Ésta era una de esas veces. Nunca sentimos nada el uno por el otro, pero sabíamos encontrar refugio entre las sábanas cuando nos hacía falta algo de calor humano. A veces pienso que nos la pasábamos más chismeando y bromeando que teniendo sexo. El único problema es que era demasiado buena descifrando mi rostro cuando mostraba alguna preocupación.

—Compadre, lo noto preocupado —dijo cubriéndose los senos con la mano izquierda y fumando un cigarrillo con la derecha—. ¿Está todo bien? Sabe que puede contarme cualquier cosa.
—No es nada, comadre. El trajín del trabajo y esas cosas. Andar de arriba para abajo entre Atabex y Santo Domingo pone loco a cualquiera —respondí observando su cuerpo semidesnudo—. ¿Y para qué usted se tapa si encuera la acabo de ver de todas la maneras posibles?
—No sea tan malicioso, compadre. Hay que mantener la decencia aunque sea para no perder la costumbre. Además, lo conozco muy bien; no me cambie el tema y dígame lo que le pasa.
—Tranquila, comadre. No es grave. Pero si insiste… ¿usted se acuerda del trabajo que tengo allá en Atabex?
—Era… guardia de seguridad para una compañía —recordó al rascarse la cara con los dedos libres de la mano que sostenía el cigarrillo.
—Bueno, a mi compañero de turno lo sacaron de la empresa y no se lo ha tomado bien. Le conseguí una oportunidad en otro sitio, pero no está contento y creo que va a regresar. Mi jefe no quiere verlo ni en pintura. Me preocupa que se aparezca por allá sin avisar y cause una escena.
—Eso ya no es asunto suyo, compadre. Si ese hombre quiere venir a montar un show en su trabajo, déjelo que haga el ridículo. Allá él con su loquera.

Encendí mi pipa y fumé hasta exhalar un anillo que se disolvió al chocar con el espejo montado en el cielo de aquella habitación. Observaba con detenimiento nuestros reflejos, ahora ahumados.

—Hace mucho tiempo —le comenté ignorando su mirada que aguardaba respuesta—, por allá por la década de los sesenta… mi madre me compró un perro. Un Rottweiler. De cachorro era bastante juguetón. Le puse de nombre Guacoma y le construí un collar con caracoles y piedras, de esos que los pescadores traen de la bahía. Íbamos juntos a todas partes. Mi padre tenía un conuco y le gustaba correr en los senderos del sembrado. El perro era bravo, y le ladraba a todos los que pasaban por el bohío. Yo nunca le di mucha mente a eso. Siempre pensé que los perros eran así; violentos y ruidosos. Pero un día mordió a una muchacha del vecindario y mi padre me dijo que tenía que deshacerme del perro. Me dijo que tomara el revólver que guardaba en la mesita de noche de su cuarto y que llevara al perro a un gallinero que estaba vacío en la parte de atrás del conuco para resolver el problema. Me dijo que tenía que ser yo porque ése era mi perro y por lo tanto, mi problema. Yo me negué y le rogué que tuviera misericordia del pobre animal. Parece que se conmovió, y se llevó al animal a un viaje de negocios que tenía en Santiago y lo soltó por allá cerca de un colmado donde sabía que le darían comida.
—¿Crees que tu papá lo mató y te hizo un cuento de que se lo llevó para allá? —preguntó en voz baja. Inhaló del cigarrillo que iluminaba en su rostro una expresión bastante seria.
—Eso pensé al principio. Pero después de que ya casi se me había olvidado todo el asunto, un día cuando llegué al bohío mi mamá y mi papá me dijeron que el perro se había aparecido en casa todo estropeado, cojeando de una pata y lleno de heridas por todo el cuerpo. Estaba cubierto de sarna y muy famélico. No teníamos ni idea de cómo cruzó el domo, pero lo hizo.
—¡Qué animal más fiel! ¡De seguro lo bañaron y curaron! No imagino la emoción que sentiste al verlo de nuevo.
—Te equivocas —le interrumpí de golpe observándola con una frialdad solemne—. Mi padre fue a su cuarto, saco su revólver y me lo puso en la mano. Sin decir ni una palabra, lo llevé al gallinero y lo maté de un disparo detrás de la cabeza.
—Compadre, eso que me cuenta es demasiado cruel. ¿Por qué lo hizo?
—Porque mordió a alguien —respondí sin titubear. Apagué la pipa y guardé el tabaco. La oscuridad ahora inundaba la habitación—. No existe una cantidad de kilómetros recorridos que pueda cambiar lo que ocurrió.

Me despedí de la comadre con un beso en el parqueo de un supermercado cerca de su casa donde la dejo y la recojo cada vez que salimos a pasear. Su figura se fue achicando hasta desaparecer entre las personas que caminaban junto a ella. Encendí el deslizador y me perdí por los aires nocturnos de Santo Domingo en camino hacia Atabex.

El jefe me recibió en su oficina cuando regresé al cuartel. Operábamos en unos túneles bajo el puente Coiux; habían sido cerrados hace algunos años en un cambio de gobierno. Cuando entré a la habitación, el jefe me esperaba entre sus dos guardaespaldas: dos mercenarias modificadas de pies a cabeza y que eran más silenciosas que una pared. Los ojos robóticos de las asesinas me escanearon al acercarme y la sangré se me heló por unos segundos. Los tecnotaínos estamos acostumbrados a modificaciones muy intensas de nuestros cuerpos, pero éstas dos eran diferentes; parecían más máquinas que otra cosa. Por el brillo de su piel noté que eran cromadas. Tal vez fibra de carbón endurecida o quién sabe qué otra diablura escondían bajo su ropa de combate táctico.

—¿Para qué te pago, Yoquei? —ladró como de costumbre al recibirme.
—Trabajo en lo que sea que usted mande —aseguré con calma.
—¡No me hables disparates! ¡Eres un conserje! —repicó con renovada ira—. Y que te quede claro. Si te doy dinero es para que limpies las calles. Me entero por ese malcriado de Jumaquito que las víboras coloradas están vendiendo coca y polvo lunar en mí territorio. ¿Y tú te vas a pasear a Santiago? ¡Qué cojones los tuyos, amigo!
—Don Oroco, con todo el respeto que usted se merece, le avisé con tiempo que tenía allá un asunto familiar. ¿Lo recuerda? Dos veces me negó la salida hasta que por fin accedió.
—¿Entonces la culpa fue mía? ¿Debí obligarte a que te quedaras? —me apuntó con el dedo como si fuera a dispararme.
—Ya estoy aquí. Si tiene algo para mí…
—¿Algo para ti? —interrumpió con sarcasmo—. Te vas para otra ciudad apenas pidiéndome permiso. Y encima, todo con un secreteo. Ahora, ¿qué esperas? ¿Qué confíe? Los únicos que confían están bajo la arena ahora mismo.
—Ameyro creció conmigo —intervine intentando seguir siendo apacible, pero mi tono era de molestia—. De niños, jugamos juntos; de adolescentes recorrimos las calles, hicimos colectas y hasta sangramos juntos. Pero cuando metió la pata, no hice preguntas ni cuestioné órdenes. Si duda de mi lealtad luego de eso, entonces ofende mi honor como soldado de los Carib.
—Tranquilo, que tampoco soy un loco. Aunque tengo a estas dos hermosuras detrás de mí, ni así me sentiría seguro si llegara a insultar al mejor de mis… agentes de limpieza —comentó encendiendo un cigarro—. Jumaquito le dijo a uno de mis voceros que al narco lo vieron bebiendo en un bar del callejón que está entre la parada de Jainima y el bulevar Güaraca. Parece que se para a beber allí con frecuencia.
—¿Bebe sólo?
—Siempre —dijo en voz baja colocando un arma en el escritorio y empujándola hacia mí—. Ya sabes qué debes hacer.

Llegada la noche, las calles de Atabex eran inundadas por las luces de neón que adornaban los concurridos edificios de la ciudad. No me gusta esperar a la madrugada para desparecer a alguien, a veces a plena luz del día se puede operar mejor. Pero este objetivo está más protegido que los endeudados y ladrones que se meten con la persona equivocada que despacho con mayor frecuencia. Cuando llegué al bar que frecuentaba, se encontraba vacío y sin señales de vida. Supe entonces que el siguiente paso sería buscar una fuente de información. Tuve que cruzar por un salón de realidad virtual ubicado en uno de esos callejones de mala muerte donde los turistas desaparecen con frecuencia. Lo único de ellos que reaparece son sus órganos en el mercado negro. En las sillas se encontraban conectados varios tecnotaínos que se sacudían violentamente de vez en cuando como respuesta a lo que sea que estaban experimentando en sus visores. Me detuve frente a uno de ellos, y lo arranqué de la máquina con todo y cables.

—¿Te has vuelto loco? —vociferó al volver en sí luego de unos minutos. Sus pupilas dejaron de dilatarse—. ¡Pudiste matarme al cortar mi conexión neuronal con la estación de realidad virtual!

Lo golpeé en el rostro, y luego le hice rodar por el suelo hasta que se estrellara contra otra de las máquinas. Continué azotando su cara por un rato; necesitaba ablandarlo antes del interrogatorio, pero admito que se me pasó un poco la mano cuando empezó a escupir algunos dientes.

—Tu jefe —dije entre puñetazos—.
—¡Trabajo sólo! —mintió entre sus alaridos de dolor.
—Todavía me quedan dos centenas de huesos por quebrar —dije después de romperle la mano de un fuerte pisotón. Entre llantos balbuceó una dirección; me dirigí allá de inmediato luego de arrastrar al soplón fuera del salón y estrangularlo cerca de un vertedero.\

La dirección me llevó a una cabaña llamada «El placer», cuyo letrero sólo iluminaba una que otra letra de vez en cuando. En la recepción, me recibió un pandillero que pretendía ser un empleado. Por suerte pude ver el bulto que marcaba su pistola bajo la chaqueta y le puse un tiro en la sien antes de que pudiera producirla. Su sangre se desparramó en un espejo detrás de él y empezó a escurrirse hacia abajo; observé por un momento mi figura distorsionada por el flujo escarlata de su sangre. Mi objetivo estaba en el cubículo veinte y ocho. Cuando di con el lugar, me escabullí por el garaje y preparé una escopeta con varios cartuchos. Conté mentalmente hasta diez, y derribé la puerta. Lo primero que maté fue una puta que corrió desnuda hacia mi. El escopetazo por poco la separa en dos. Lamentablemente, el objetivo se había atrincherado en el cuarto y logró balearme en el hombro izquierdo. Intercambiamos disparos por un rato, pero era necesario que pensara en una estrategia.

Acaricié una granada en mi cinturón, pero era de alta fragmentación; lo haría picadillo, pero a mí también. Decidí lanzarla de todos modos, y me encerré en el baño de un salto. La explosión derribó la puerta y parte de las paredes por todo el lugar. Me costó trabajo levantarme y quitarme todos los escombros de encima, pero cuando lo hice pude verificar que mi contrato había concluido.

Sabía que la policía y sus behiques investigarían lo ocurrido; podrían llegar en cualquier momento, así que emprendí la huida. En el pasillo, me detuvo uno de los secuaces del narco.

—¡Ni se te ocurra! —dijo cuando me vio intentar empuñar mi arma. Me apuntaba con la suya determinado a halar el gatillo. Cerré los ojos cuando vi que lo presionaba. El disparo fue estridente pero no sentí el impacto. Cuando abrí los ojos, el hombre estaba muerto; frente a mí se encontraba Ameyro con una expresión más fría que el hielo.
—Creías que no iba a regresar porque me dejaste sin implantes en las piernas. Pero mi primo que vive en Santiago me recogió y me llevó a un experto en implantes que opera en criminales como yo. Me ha dejado mejor que antes; hice que me cortara ambas piernas y me las reemplazara por versiones sintéticas.
—Eres un idiota —susurré—. Cuando Cacimar se entere que estás de vuelta en la ciudad…
—No se dará cuenta —respondió con calma.
—¡Te encontrará porque su padre es el Jefe! ¡Controla la ciudad!
—No se dará cuenta porque le corté la garganta y lo vi desangrarse en su apartamento hace algunas horas.

La revelación me hizo dar un paso hacia atrás y casi pierdo el equilibrio. Esto era muy serio. No sólo le costaría la vida a este irresponsable, también la mía y la de mis personas más cercanas. La comadre me vino a la mente: ¿Sabía acaso sobre ella?

—Si nos enfrentamos al Jefe, morirán muchas personas —dije en un suspiro.
—Lo sé —respondió Ameyro determinado.
—Posiblemente nosotros por igual —clarifiqué, pero su expresión se mantuvo igual.

Le expliqué que en mi casa estaríamos a salvo y podríamos elaborar un plan. La caminata me resultó familiar. Ameyro discutía tan apasionadamente sus ideas para enfrentar a Don Oroco, que no se dio cuenta que ahora caminaba frente a mí. El disparo fue limpio; cuando cayó al suelo, parecía estar borracho o dormido. ¿Enfrentar al Jefe? ¿Con qué ejército?

Justo cuando pensaba que podría dormir algunas horas y dejar el tiempo volar, me pasa que ahora debo desaparecer un cadáver y culpar a las Serpientes de Sangre por otro. Como siempre, las noches son más largas en la ciudad de cromo...

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