Impulso

Segundo relato perteneciente al ciclo Cibercemí por el autor Peter Domínguez.

Atabex es una ciudad maldita. Desde que tienes edad para caminar, lo primero que debes hacer como tecnotaíno y miembro de uno de los cuatro cacicazgos es recibir tu primer implante; quien no esté modificado, es un hereje que no tiene forma de conectarse con las divinidades que habitan en el espacio cibernético. Los cibercemíes son programas de origen divino, desarrollados por los dioses para comunicarse directamente con el Behique de cada cacicazgo. Los menos privilegiados podemos descargar a nuestra red neuronal tanto de su mensaje como el ancho de banda lo permita, y de acuerdo a las especificaciones de nuestros implantes.

No estar mutilado por la tecnología en esta ciudad es un símbolo de traición hacia las tradición; un rechazo de tus raíces indígenas; más que nada, eres visto como un desamparado: alguien carente de guía espiritual y sin manera de conectarse al gran espacio sagrado donde habitan los dioses. Yo, al igual que todos, estoy modificado en cada centímetro de mi cuerpo. Aún si no creyera en las leyendas, lo necesitaría. Mi trabajo es uno de los más ocupados de mi cacicazgo: soy un para-médico que trabaja para Atamed, un conglomerado de industrias farmacológicas y otros servicios de salud desde el sector privado. Detesto mi trabajo. No sólo me convierte en un espectro nocturno que recolecta las almas de los exánimes, sino que también me obliga a dar prioridad a los ricos y poderosos en cualquier situación de emergencia. Me da asco cuando debo ignorar la alerta de alguien porque un ejecutivo está sufriendo un infarto luego de atragantarse comida chatarra por décadas a cuesta de dinero del cartel o de los impuestos de las tribus que administra.

Cuando recibí la notificación a la terminal de mi ambulancia que debía ir a rescatar a otro político corrupto, quise mandarlo al carajo e ir a donde la mujer que pedía socorro desde hace dos horas por haber recibido puñaladas de su ex-marido. Pero sabía que si ignoraba las órdenes de Atamed, sería castigado por mis superiores. Además, la mujer desaparecería; luego me pondrían a trabajar los peores turnos con paga reducida hasta que recordara quién es que realmente paga mi sueldo y provee el financiamiento de toda esta operación.

La casa del político era una pequeña mansión, con un corto pero elegante jardín. Nadie contestó al tocar la puerta, así que le pedí por radio a los ingenieros de la ciudad que desconectaran los seguros electrónicos de la residencia. Una vez que verificaron mi código de emergencia, la puerta principal se abrió. Un pozo sangre cubría gran parte del suelo. El cuerpo yacía de lado al fluido y parecía expandirlo con rapidez. No tuve que desempacar mi equipo para concluir que había fallecido hacía unos minutos: tal vez siete o ocho disparos. Uno le perforó el cráneo y otros probablemente alguno de sus órganos vitales. Por protocolo le tomé el pulso y acomodé su cadáver para examinar de cerca las heridas. A este punto debía declararlo y avisar a las fuerzas armadas del Behique. Pero algo me detuvo. Un impulso. Sin darme cuenta ya tenía la mano en su bolsillo trasero. Extraje una billetera electrónica y revisé el balance. Mis ojos se ancharon ante el total que tenía guardado en su cuenta. Se trataba de una billetera local, sin conexión alguna a la uninet. Un hijo de puta como él no merece ni un sólo crédito de esos. Por eso me transferí una parte insignificante de su fortuna a mi propia billetera. La única seguridad que tenía era su biometría, así que usé la retina que le quedaba al igual que su huella digital para llevar a cabo la transacción. Sentí que estaba retomando algo que me habían quitando. Tal vez no a mí en específico, pero a muchos otros como yo. Que se joda. Ya no lo necesita.

Una lluvia violenta azotaba la ciudad. Mi ambulancia sobrevolaba los edificios con su sirena al máximo. Las luces del vehículo relampagueaban girando en círculo, iluminando el espacio aéreo entre los rascacielos. Me dirigía de camino a la central, cuando recibí una llamada a mi holófono que registraba un número desconocido. Contesté luego de ignorarla las primeras veces.

—Tienes algo que no te pertenece —exclamó una voz con más incomodidad que ira.
—Podría decir lo mismo de su antiguo dueño —respondí con calma.
—Te estoy enviando una dirección electrónica para depositar un pago. Si haces la transferencia en… digamos no más de una hora, lo haré rápido y sin dolor. No me verás el rostro.
—¿Ni siquiera una promesa de perdonarme la vida? —dije casi con indignación.
—Jamás insultaría tu inteligencia con una propuesta tan absurda. Tú y yo sabemos que no puedo dejarte con vida. No después de que viste el cadáver y robaste los créditos. Lo único que puedo ofrecerte es una muerte más pacífica si colaboras conmigo.
—Digamos que te envío la mitad de los créditos. ¿Te quitaría el deseo de asesinarme?
—He estado en este negocio por más de una década. Nada podría despojarme de ese deseo. Soy muy meticuloso, y creo que has visto lo eficaz de mi trabajo.
—Cada disparo fue colocado en un lugar vital. ¿A eso te refieres?
—Por supuesto. Nunca fallo con un rifle a distancia. Te estuve apuntando con él desde que llegaste a la residencia de mi objetivo. Soy excelente realizando disparos a blancos en movimiento.
—Pero ahora estoy fuera de tu alcance.
—Por el momento.
—¿Vale la pena matar a un para-médico por un fragmento del balance en aquella billetera? En la calle dicen que es de mala suerte matar a un socorrista. Supersticiones aparte, somos una red cercana de asociados. Si se sabe que le hiciste daño a uno de nosotros…
—¿Una amenaza? ¿A un sicario? Pensaba que me extenderías la misma cortesía de no ser insultante con las propuestas presentadas.
—Sólo digo que en algún momento podrías verte en necesidad de nuestros servicios dada la profesión que ejerces; estarías digamos… desangrándote en el pavimento, sin recibir respuesta de mis colegas como represalia.
—¿Acaso crees que sigues siendo un civil? Dejaste de ser para-médico cuando tomaste el dinero. Ahora eres un criminal como yo y no puedes escudarte detrás de tu profesión. Nadie defenderá el honor de un atracador que fue lo suficientemente estúpido para robarle a un sicario. En su billetera estaba el pago de mi contrato. Sigo una serie de reglas. Aunque hayas tomado únicamente un crédito, en base a mis principios es necesario encargarme de ti.

Me mantuve en silencio por un rato; pensé que estaría atemorizado hablando con este ángel de la muerte, pero no fue así; me sentí calmado y en completa paz mental. Luego de un profundo respiro, estaba listo para enfrentarlo de nuevo.

—Dejé de ser para-médico hace tres años —confesé con melancolía—. Cuando empecé a trabajar para Atamed.
—¿Moralizando? ¿Antes de morir? Algo trillado, si deseas mi opinión —dijo en un tono burlón.
—No, para nada; estoy reflexionando. Al principio, ignoré algunas órdenes de la central. Le di prioridad a los menos afortunados y no me importaba ser sancionado. Después de algunos meses entendí que nadaba contra la corriente. Dices que al tomar esos créditos renuncié a mi posición; sin embargo, siento que lo hice en el momento en que ignoré el llamado de una familia para atender a un cliente prioritario. Como resultado, el único hijo que tenían falleció al desangrarse. Llegué cincuenta minutos tarde. Tal vez más.
—¿Y esperas que me conmueva? ¿Que llore con tu historia trágica y cambie de parecer? Perdí la cuenta de mis muertos cuando llegué a las tres cifras. Todos te cuentan una tragedia antes de que aprietes el gatillo, como si valiera de algo. Suplicas, llantos, e historias sentimentalmente manipuladoras; es rutina para mí.
—¡Eres un verdadero estúpido! —reí a carcajadas al verlo intentar condescender con una payasada como esa—. ¡Te estoy diciendo que no puedes matarme!
—Una bala calibre 7.67 en un rifle es más que suficiente —replicó molesto.
—No he sido sincero contigo. No del todo; por eso piensas erróneamente que puedes matarme. ¿Me creerías si te digo que cinco minutos es más que suficiente en esta ciudad para matarte? ¿Incluso si continúas respirando?
—Déjame adivinar: me contarás otra tragedia. Deberías ser griego.
—Un año y medio de casado. Me pide que le compre algo en el colmado de la esquina. Cinco minutos; no más de ahí. Cuando regresé, la habían apuñalado más de cincuenta veces. La mancha de sangre en la cama aún me invade en algunas pesadillas. Ese fue el día en que morí. He estado en piloto automático desde entonces. Si me disparas, moriré con una sonrisa en el rostro. Haber tomado ese dinero me despertó de mi letargo. Y si me llevas al otro mundo, me estarás liberando de este asqueroso mal vivir. Los dioses me esperan en el ciberespacio. ¡Yucáhuguama Bagua Maórocoti! ¡La conexión espiritual está completa! Si vas a matarme… bienvenido sea. ¡Libérame de esta podredumbre con tu violencia redentora!

Sentí su ira cuando colgó la llamada de repente. Me reí como un maniático hasta llegar a mi apartamento. Dentro, en la gaveta de una mesita de noche tenía escondida un arma y municiones. Me puse un traje de kevlar debajo de la ropa. Era rutina recibir chalecos antibalas como para-médico para aquellos rescates en barrios pandilleros. En el armario tenía una escopeta y varios cartuchos. La guardé en una corra con funda que llevaba en la espalda. Del baño saqué varios estimulantes y otros suministros médicos. Pensé que tendría tiempo para darme a la fuga, pero antes de salir del apartamento, el primero disparo atravesó una de las ventanas. Me tiré al suelo en lo que continuaba el asedio. Arrastrándome entre escombros y pedazos de vidrio, pude llegar a la puerta de entrada y salir por el pasillo del edificio. Una señora que salió a husmear recibió un disparo en la sien antes de que pudiera preguntarme qué estaba pasando. Seguí arrastrándome por el suelo hasta acercarme a su cadáver sin vida. Me detuve por unos segundos a observar la expresión de sorpresa y horror que se había plasmado en su rostro antes de fallecer. Lo único que me liberó del trance fue un disparo que derribó una pequeña parte del techo cerca de mi posición. Retorné fuego desde una de las ventanas cuando me percaté de que había dejado de disparar. El asedio continuó con más violencia luego de haberlo provocado.

Utilicé una de las escaleras de emergencia que daban al callejón trasero para escapar. Las fuerzas armadas del Behique rodeaban mi apartamento, y si tenía suerte, se encargarían de matar al sicario por mí. En todo caso, conocía muy bien el cacicazgo debido a mi profesión, y podía esconderme en algun antro de mala muerte en las afueras del territorio de los Carib. Las Serpientes de Sangre no me molestarían sabiendo que estoy bajo la protección de Atamed. Si llamaba a la caballería utilizando el número de mi identificación como empleado, estoy seguro de que tendría un escuadrón de mercenarios protegiéndome en poco tiempo. Pero también investigarían por qué un sicario desea verme muerto. Y descubrirían los créditos que tomé. Nada del otro mundo: más de la mitad de los empleados hace lo mismo. Sin embargo, me extorsionarían hasta sacarme lo más que puedan, y luego me involucrarían en sus operaciones bajo amenaza de delato u otro tipo de coerción. No. No podía involucrarlos hasta que los fondos fueran lavados sin dejar rastro. Un depósito a la cuenta de mi primo en su banca de apuestas sería suficiente. Pero debía ser local. Tendría que llegar hasta allá con este lunático persiguiéndome todo el camino.

Un oficial me detuvo a algunas cuadras de mi apartamento. Me vio deambulando por los callejones, y estacionó su patrulla frente a mí. Me apuntaba con su arma. Levanté las manos. Cuando se acercó para revisarme, un tiro le atravesó la frente y se desplomó al instante. Sentí el golpetazo de dos disparos que se incrustaron en el kevlar que llevaba en el pecho. Abordé el vehículo del agente y me di a la fuga a toda velocidad. Su deslizador no era aéreo, por lo que me vi obligado a maniobrar por las serpentinas calles de Atabex.

Justo cuando me disponía a tomar un respiro, noté que otro deslizador me seguía a la distancia. El psicópata no se rendiría hasta retribuirme mis diatribas con plomo. Era una cuestión de principios. Yo tenía que servir de ejemplo para los demás, o algún disparate similar. Estoy listo para morir. Pero sólo bajo mis propios términos. Su deslizador ahora me pisaba los talones. Una furia de metal contra metal rechinaba con cada choque de nuestros vehículos. Las chispas centelleaban durante los golpes. Quería sacarme del camino. Al manejar a mi lado, aproveché para dispararle varias veces desde la ventana. Uno de los tiros fue certero y perdió el balance de su deslizador por algunos instantes. Aunque le saqué ventaja, podía sentir su ira crecer detrás de mí. Se estrelló a toda velocidad contra mi deslizador, provocando un estrepitoso choque que volcó nuestros vehículos y que me dejó inconsciente por un tiempo indeterminado.

Cuando desperté, las llamas se extendían por todos lados. Me arrastré hasta un lugar seguro de la acera, y me recosté de una pared intentando ponerme en pie. Cuando vi al sicario acercarse, le disparé con la escopeta que escondía en la espalda y escuché sus alaridos de dolor en lo que se revolcaba por el suelo. El desgraciado tenía implantes regenerativos, pero incluso éstos no serían suficientes para curar por completo un trabucazo casi a quemarropa.

La sangre corría por mi frente. Me tomé el tiempo de encender una pipa y fumar un rato en lo que el sicario continuaba retorciéndose de dolor.

—Me llamo Guayné —le dije sonriendo. La sangre y el sudor se mezclaban ahora con el sabor de mi pipa. Sentí dos disparos más en mi chaleco. Uno de ellos lo atravesó.
—Soy Yoquei —respondió luego de abrir fuego. Haló el gatillo una vez más, pero el arma estaba vacía. La lanzó a un lado y se recostó de la pared junto a mí—. ¿Pasó una?
—Eso creo —respondí. Toqué mi costado y mi mano se empapó de sangre. Traté de reír, pero sólo pude toser algo de sangre.
—Te dije que no fallo —se jactó Yoquei con sadismo.
—Fallaste más que mi abuela con una ametralladora —le dije con osadía. Nos reímos a carcajadas—. Dime algo: ¿Llegamos a territorio colorado?
—Sí. Estamos en tierra de serpientes —admitió con una mezcla de sorpresa y admiración. Encendió su pipa para acompañarme.
—Los dioses me esperan del otro lado —aseguré con solemnidad—. Pero… quisiera ver a mi esposa. Y a las personas que no pude salvar.
—¿Crees que sea posible morir allá? ¿En ese otro lugar?
—¿Preocupado? ¿Por todos los que enviaste a ese sitio?
—Quizás. Bueno, alguien en particular. Un buen amigo. También un perro rabioso.
—Qué curioso. Un sicario como tú le tiene miedo a un simple animal.
—Es más respeto que otra cosa.
—Tengo mucho sueño —dije con dificultad.
—Eso es la pérdida de sangre —explicó el sicario observando mi herida—. Es una de las peores muertes. Lenta y con dolor.
—A mi me parece pacífico. Como un viaje a otra ciudad sin boleto de regreso.
—¿Cuál era el plan? ¿Escapar con los créditos y luego qué? —preguntó algo incómodo, pero curioso.
—No lo sé —admití entre toses—. Tal vez en abrir una clínica. Algo mío, donde el tratamiento no dependa de protocolos ni de estados bancarios.

La expresión de Yoquei me decía que discutiría conmigo sobre si una clínica así sería sostenible, o si podría existir sin degenerar en el mismo sistema. Sin embargo, antes de que abriera la boca una tormenta de balas lo atravesó. El desgraciado ahora se desangraba más rápido que yo, pero sus implantes lo mantendrían vivo. Eran del marcado negro y grado militar. Después de todo, un escuadrón de mercenarios de Atamed había sido enviado para rescatarme. Al principio estaba confundido. Pero luego entendí lo que pasaba: yo era un cliente de Atamed de alta prioridad.

En la oscuridad de la ciudad, reíamos dos maniáticos; perdíamos suficiente sangre para morir, pero seguíamos con vida. Aunque por supuesto, hacía tiempo que los dos habíamos muerto.

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